Varios años han pasado desde aquel día que entré en el pórtico de
la Catedral de Santiago, desde entonces he vivido, he visto, he recogido
sedimentos de vida pasada reordenando el Espíritu, como si me hubiese
curado de una pasión, de una enfermedad, de una soledad. Ese viaje era
mío, sólo mío, de repente partí sin preguntarme una razón, el deseo de
armonizar el espíritu con una identidad superior, de alguna manera,
todavía desconocido para mí, invitándome cada vez a seguir adelante
hacia un "conocimiento" que maduraba en un imperativo categórico y de
confianza, abriendo una ventana de un mundo antiguo, casi olvidado y la
luz que me dio nunca se apagó en el alma, aun cuando el destino adverso y
despiadado se burló de mí.